En 2021 viajé a Santa Marta acompañada de mi novio. El plan era partir desde allí a conocer distintos pueblos de la Costa Atlántica uniendo Minca y Riohacha en bus pasando por Buritaca, Palomino, Camarones y otros caseríos.
Tras nadar en las aguas del Oído del Mundo, una cascada escondida en Minca, la siguiente parada sería el majestuoso y siempre favorito Tayrona. Con las maletas bien calzadas en la espalda, paso a paso nos adentramos en la selva con el objetivo de acampar varias noches, en distintos lugares.
Sería una noche en el camping de playa Cañaveral la que me daría un momento mágico. Por un impulso del corazón, esa noche tomé mi libreta, que siempre me acompaña para darle orden a mi cabeza, salí de la carpa y caminé entre los árboles los 100 o 200 metros que nos separaban de la playa. Hechizada, no me detuve. Al contrario, seguí hasta que pudiera mirar con cercanía la inmensidad de ese mar alborotado iluminado por una de las lunas llenas más claras y brillantes que he visto en la vida (como la de aquella noche Cabo Frío o la que vi en la laguna Quilotoa).
Allí me quedé, hipnotizada con el sonido del oleaje, las nubes que rápidamente atravesaban el cielo empujadas por la brisa, viendo la luna que cada vez parecía estar más alta en el cielo. Tomé mi libreta y escribí lo que escuché:
«Amor y confianza en mi destino.
Valentía.
Para andar sola las rutas
que tendré que atravesar.
Para vivir las aventuras que
nutren mi alma.
Y para darle a mi espíritu
su alimento.»
Cerré los ojos y, con la dicha de estar viva, agradecí y cerré la libreta.
Ese impulso que me hizo levantarme y salir de la carpa sola en la mitad de la noche tenía una verdad que hoy, a puertas de mi cumpleaños número 30, estoy finlamente dispuesta aceptar: confianza y valentía.
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