Abro los ojos aún acostada sobre mi tibia cama de la infancia. Todavía está oscuro, pues es de madrugada.
Es mi hermana quien me despierta desde el camarote de arriba para cumplir con el compromiso que pactamos el día anterior.
Así va la cosa.
Ese día nos pusimos a recortar números y letras del periódico para pegarlas en unas camisetas y jugar un partido de clase mundial en el pasillo de nuestra casa. Y como la ocasión lo amerita, recortamos decenas de hexágonos de papel con los que cubriríamos el balón de plástico naranja con el que siempre jugábamos y al que, cariñosamente, llamábamos Achille.
Pero no le decíamos así por nada, Achille se presentaba como tal al tener tatuado ese nombre en uno de sus costados.
En fin, ese día recortamos toda la tarde y pegamos uno a uno los hexágonos con cinta hasta cubrir completamente a Achille. ¡Era nuestro balón que poco tenía que envidiarle a los de los profesionales!
Con todo listo la noche anterior, esa madrugada había llegado el momento de disputar el gran partido.
Nos pusimos la indumentaria oficial y fuimos a la estrecha cancha para comenzar el encuentro. Cada una se ubicó a los extremos del pasillo; mi cancha era la entrada de la sala, mientras que la de mi hermana era la entrada de la cocina.
Expectantes, los búhos de cerámica de nuestro papá, que ya estaban remendados de tanto daño que recibieron por otras aventuras de infancia, colgaban en la pared esperando el inicio del partido. Nosotras éramos jugadoras y árbitros a la vez.
¡Ya es hora! El pitazo inicial sonó y Achille rodó, y los hexágonos comenzaron a caer con la primera patada, y contuvimos la risa para no despertar a nuestros papás que dormían en la habitación de al lado, y seguimos pateando a Achille hasta que el primer gol llegó cuando toda nuestra ropa deportiva enchulada con recortes de papel periódico ya estaba deshecha.
Ya ni recuerdo quién ganó, pero en retrospectiva eso es lo de menos; lo de más es que este es uno de los recuerdos más preciados que tengo con una persona que lleva mi misma sangre en sus venas, uno de los recuerdos que demuestran que solo se necesita la compañía correcta para ser feliz.


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